Yo era gorda, bajita, pecosa y de pelo enrulado, de un rubio amarillo como paja seca. Las Perras en cambio, oh, como me gustaba llamarlas "Las Perras" en secreto, era todas delgadas, altas y de pelo liso y rubio claro sedoso. En cortas palabras, ellas eran lindas y yo era fea. Mi único atributo era tener los senos ya desarrollados y ponía la atención sobre mi pecho en cada ocasión que podía. Solía llenarme de caramelos los bolsillos de la blusa. Los chicos no podían evitar dirigir sus ojos hacia mí, caramelos y tetas, aún indecisos en esa edad entre la niñez y la adolescencia. Me gustaba que me miraran.
Yo envidiaba tanto a Las Perras como ellas me envidiaban a mí. Se hacían mis amigas, fingiendo como serpientes venenosas listas para morder mi mano, pero siempre supe que me miraban en menos. Yo no era como ellas y me lo recordaban a cada instante, sin embargo yo tenía algo que ellas querían y que para ellas era imposible conseguir: Mi padre era dueño de una librería.
Cómo gozaba en cada cumpleaños al que me invitaban, en un patético intento de recibir de mí un libro de la librería de papá. Y cada vez me daba el gusto de verles la cara de desilusión cuando abrían el pequeño sobre que contenía la postal de Recife. Siempre les regalaba las mismas postales, con el mismo paisaje y el mismo mensaje con palabras estúpidas como "fecha natalicio" y "recuerdos". Ellas nunca aprendían. Eran sencillamente idiotas.
Había una, la Perra Pequeña, como me gustaba llamarle, que era la más patética de todas. Yo no sé si la odiaba o la despreciaba, tal vez las dos cosas. Le gustaba leer y me daba asco que se rebajara hasta lo imposible por un miserable libro. Me imagino que lo hacía porque tenía esperanzas, conseguir un libro era algo posible de que sucediera, yo en cambio me había resignado a mi grasa, a mis cortos centímetros y a mi pelo imposible, lo único que me quedaba era mi rencor. Yo nunca sería como ella, sabía que se sentía superior a mí, pero ella no se daba cuenta de que era yo quien tenía el poder, era yo quien decidía y era yo, al final, quien la sometería a la humillación final. Yo estaba harta de sus comentarios a mi espalda, de que dijera que "Dios le daba pan a quien no tenía dientes", de que se riera junto a las demás Perras en la clase de gimnasia.
La Perra Pequeña me pedía libros prestados. Yo se los entregaba como si fueran un trozo de mierda de perro recogido de la calle, como si no me interesaran, y mi plan surgió efecto: La Perra Pequeña se obsesionó con los libros y cual adicto, quería más y más. Un día le dije que tenía un libro que sabía le interesaba hace tiempo: El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Oh, pobre idiota. Aún me la imagino llegando a casa ilusionada, pensando en que al día siguiente tendría en sus manos un librote gordo que le llevaría muchos días leer, soñando con el libro, esperanzada y feliz. Nunca pensé que sería tan tonta y que mi venganza, deliciosa venganza, sería tan fácil. Al día siguiente apareció por mi casa a la hora convenida. Abrí la puerta con el placer cosquilleándome el vientre. Ahí estaba ella con los ojos húmedos de Perra Callejera, con la boca abierta de Perra hambrienta y las manitos extendidas en una muda súplica pedigüeña de Perra Desamparada. No la hice pasar. Una Perra Maloliente como ella no merecía entrar en mi casa. Me tomé mi tiempo para observarla, para mirar y recordar cada detalle de su persona patética, y le dije, mirándola fijamente a los ojos, que le había prestado el libro a otra niña y que volviera al día siguiente a buscarlo, a la misma hora.
Ese día pensé que mi plan no iba a resultar. El libro, como dije, era grande, y nadie, ni siquiera un adulto, podría haberlo terminado a tiempo. Pero la Perra Pequeña demostró cuan estúpida era y volvió al día siguiente, con la misma cara de Perra Lastimera a buscar el libro. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero fueron muchos días, hermosos días en que me reía de ella en el colegio, en que ella me sonreía y me hacía gestos de amistad pensando en que ese sí sería el día en que más tarde, parada en la puerta de mi casa, recibiría el libro de mis manos. Me gustaba alargar su tortura, a veces le decía que el libro me lo habían devuelto, pero que como no la había visto, se lo había prestado a otra niña. La Perra Pequeña entonces vivía pegada a mí, esperando por una señal divina, esperando por el libro con el que soñaba.
Un día todo se vino abajo. Mientras le repetía la eterna excusa de que el libro lo había vuelto a prestar y que volviera al otro día, apareció mi madre a mis espaldas. Sentí que el corazón se me caía al vacío. Yo era como papá, baja y gorda, pecosa y de pelo seco. Ella, mamá, en cambio, era una Perra Hecha y Derecha. De niña, lo había visto en antiguas fotos, era idéntica al grupito de Perras que hacían mi vida imposible. Yo sé que me odiaba en secreto y que se despreciaba a ella misma por haber parido algo tan repugnante, algo tan distinto a ella. Y fue ella, la Perra Madre, quien nos pidió explicaciones y le dijo a la Perra Pequeña que el libro jamás había salido de la casa, que podía llevárselo y quedárselo todo el tiempo que quisiera. Juro que vi que la Perra Pequeña flotaba cuando se alejó de mi casa con el libro dulce y fuertemente abrazado.
La Perra Pequeña nunca me devolvió el libro, y aunque lo hubiera hecho, no se lo habría recibido. Cuántas veces me imaginé ese momento, ella devolviéndome el libro y yo tomándolo con la punta de los dedos, acercándolo a mi nariz y dejándolo caer, diciéndole que el libro olía a perro, o a caca de perro, y yéndome, dándole la espalda, sin volverme a mirarla. Pero eso nunca sucedió.
Años después volví a encontrarme con la Perra Pequeña. Ella se había convertido en escritora y yo era dueña de la librería de mi padre. Apenas vi su libro con su nombre en grandes letras carmesí corrí a abrirlo. Busqué desenfrenada entre sus hojas mi nombre, mi aspecto, mi grasa y mis pecas, algo sobre mí. Había solo un pequeño relato. Una mierda de cuentito en el que hablaba de sus sentimientos y en el que me pintaba a mí como un monstruo, sin mencionar, claro, cómo se burlaban ella y las demás Perras de mí y de mis tetas inmensas. Contaba el episodio del libro llamándolo tortura china. Lo leí una, dos, mil quinientas setenta y ocho veces. Sonreí cuando cerré el libro. A veces vuelvo a leer ese pequeño relato y sigo sintiendo el mismo cosquilleo de placer con cada una de sus palabras.
(Cuento Modelo: Felicidad Clandestina de Clarice Lispector)
4 comentarios:
Me gustó, me gustó!! Lo releí esta semana y me quedé pensando... esta historia yo la conocía... acabo de caer en cuenta que es el otro punto de vista!!!! Sencillamente genial!
Maca, tengo que reconocer que al principio no me gustó nada la idea del "relato reflejo" (por llamarlo de alguna manera).
Pero superó mis espectativas... Después me encantó, supongo que por estar tan bien escrito, y hasta me dio pena la protagonista, cosa que en el cuento original es totalmente al contrario.
Muy bien!
Maca: Te dije que me gusto mucho tu relato; me parecio la otra cara de la moneda; en el cuento original la chica es suave, sumisa, timida, apocada, en el tuyo la chica es mala!!! jaja agresiva, pesada; como contraste siento que estuvo muy logrado, y me sorprendio porque no se me habria ocurrido escribir algo anverso al texto original. Si me parecio cruel, pero es parte de lo que querias conseguir, creo yo. Lo encontre un poco largo pero muy entretenido.
Un abrazo.
Blue.
Me gusto mucho la versión de la Perra...mala y agresiva!!! Es como que el negativo del cuento!!! Saludos!
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