sábado, 30 de abril de 2011

Como caballo de feria

En mi familia (y en mi país) existe un dicho que reza "empezó como caballo de carrera y terminó como caballo de feria". Esto se refiere a las cosas, a todo tipo de cosas, que empiezan muy bien, con mucha participación, mucho ánimo y mucho brío, para luego bajar de "intensidad" y quedar tiradas a medio camino, inconclusas.

Por un tiempo el taller me dió esa impresión. Que habíamos partido como caballo de carrera, con muchos participantes, varias ideas, profesores que nos daban tareas y nos corregían... para luego ir desinflándose. Hubieron "roces" entre participantes, correos privados del tipo "me retiro porque 'X' persona no me gusta", falta de participación porque a algunos no les gustaron las tareas propuestas... en fin, supongo que los problemas que se dan en cualquier grupo humano donde hay intereses que chocan, ideas que no concuerdan.

Y la idea del caballo de feria se me venía a la mente seguido.

También tuve ganas de dejar el taller. No sé. Desilusión, cansancio, mil cosas en mi vida personal... sin embargo las ganas de escribir seguían, las ganas de proponer tareas, de que a la vez me propusieran desafíos, de ver "qué se le ocurrió a la otra persona (aka Kate) respecto al mismo tema, de leer sus comentarios en mi escrito y ver cómo mejorar, qué corregir... esas ganas me pudieron más. Y seguí. Ambas seguimos. Y ya ha pasado más de un año.

Personalmente siento que la dinámica ahora es mejor que al principio. Somos pocas, sí, y hay gente que ha pasado dejando uno o dos escritos y otros que han pasado sin decir ni pío, pero las piedras angulares, esas seguimos (jeje esto suena a secta). Hay veces en que los plazos no se cumplen pero tampoco nos presionamos en exceso, sabemos que ambas estamos ocupadas en otras cosas y que apenas podamos le daremos un poquito de tiempo y atención a nuestro taller. Por mi parte, el taller es algo que siempre tengo en el subconsciente: qué ideas proponer, cómo trabajar el tema ya propuesto, qué escribir que sea novedoso, que signifique un desafío para mí... a veces me paso muchos días pensando en la tarea propuesta. Se me vienen muchas ideas a la cabeza que voy descartando, o que voy trabajando y antes de escribir algo ya tengo más o menos encaminada mi idea, después de tanto pensar. Y me gusta este ejercicio, me gusta este compromiso conmigo misma y con Kate y con quien sea que esté de paso en el taller o que haya venido para quedarse.

Quizás lo que se me hace más difícil a mí es la tarea de "corregir". Obviamente no soy una profesional de la literatura y mis sugerencias suelen ser "al ojo" y desde mi impresión personal, como lectora. Pero más allá de eso... creo que el taller funciona bien. Ya no tengo esa sensación de que partimos bien, como caballo de carrera, para acabar mal, como caballo de feria. Al contrario, siento que es al revés, que empezamos como caballo de feria, arrastrando un montón de cosas que por el camino se fueron cayendo y ahora vamos como caballo de carrera, cabeza alta, orgullosas, con un trote impecable, con nuestro trote, mejorando día a día. Esa es mi impresión después de un año de taller y no puedo terminar sin agradecer a mi compañera de siempre Kate (y a quienes han pasado por aquí temporalmente como escritores o lectores) por esta maravillosa experiencia que espero siga durando mucho tiempo más.

viernes, 29 de abril de 2011

Un año de taller

Hace poco más de una año que empezamos con el taller literario y ciertamente son muchas las razones que me motivan para continuar.

Al principio la dinámica contaba con la presencia de un profesor que nos proponía las tareas y nos corregía y comentaba nuestros escritos. Esta era una buena forma de verificar qué tanto comprendíamos las instrucciones y qué tan bien las aplicábamos.

También participábamos dejando el comentario en el trabajo de nuestros compañeros. Esta dinámica cambió cuando los profesores se retiraron, pero fue un cambio beneficioso. Ahora, aparte del reto de planear la escritura, tenemos el reto de planear una tarea. Ser profesor y alumno al mismo tiempo no es fácil, sin embargo, evitamos la parcialidad permitiendo que todos propongan diversas tareas y cumpliendo con ellas.

Para mí ha sido una experiencia muy grata porque no sólo he tenido un espacio donde practicar, sino que he tenido un espacio para conocer personas que, como yo, se comunican a través de la escritura y están interesadas en mejorarla. Son personas de varios países y esto aporta una riqueza cultural que no podría obtener en un taller literario local.

Además, también está el reto de idear historias nuevas, emocionantes, que se superen con el tiempo, que impacten, que emocionen. Esto hace que con cada tarea la imaginación vuele a niveles insospechados y resulten productos que nunca habría imaginado escribir.

Siento que, aunque no esté al nivel de los más grandes escritores, he mejorado con la práctica. Es emocionante imaginar qué propondrán, qué pensarán mis compañeros y qué puedo escribir que sea sorprendente, novedoso y a la vez claro.

Aunque en algunas ocasiones hemos estado a punto de abandonar, siento que me ha inspirado mucho la presencia de mis compañeras que han estado ahí, siempre comprometidas con esa idea nacida hace ya un año y que espero continúe por mucho más tiempo.

lunes, 11 de abril de 2011

Reflexión

A un poco más de un año de iniciado el taller sería bueno hacer una retroalimentación y una pequeña reflexión sobre lo que nos ha parecido esta experiencia, lo que hemos mejorado, lo que sentimos que nos falta por mejorar, las ideas que se nos han ocurrido pero por una u otra razón no hemos propuesto etc.

La idea es que esta reflexión personal, este pequeño examen, nos sirva para ver el estado en que estamos en el taller y ver qué camino le podemos dar ya con las personas que están comprometidas y las que en adelante quieran ingresar.

Tenemos hasta el primero de mayo para subir los escritos. Voy a dejar algunas tareas en borrador para irlas subiendo después de terminar las otras.

¡Nos leemos!

viernes, 8 de abril de 2011

Secuestrado

He sido víctima de secuestro en mi propia casa. Fue tan sutil que no me di cuenta y apenas el día de hoy, como si un tren me pasara encima, me descubro en esta situación por demás penosa.

Creería que todo empezó hace 14 meses, pero creo que fue mucho más atrás, con Adriana.

Adriana era bonita, tenía unos dientes blanquísimos contrastantes con el tostado tono de su piel, cabello negro y unos ojos donde, en algún momento pensé en quedarme. Salimos durante 7 meses antes que comenzara con sus preguntas incómodas: “¿Qué somos?”, “¿Cuándo me presentas a tus padres?”, “¿Me acompañas a una fiesta?”.

Simplemente sentí que me quería echar una correa encima y tenía que salir de ahí. Le escribí una carta explicándole, muy torpemente, mis razones para no poder continuar con ella y seguí con mi vida tratando de no recordarla. No recordarla era muy difícil ya que, tratando de inmortalizar su mirada había colgado en el pasillo de mi departamento una fotografía de sus ojos.

Ahora, mientras escribo esto pienso mucho en Adriana, debí haberle dicho lo que quería escuchar, ir en Navidad con mis padres y la siguiente con los suyos; quizá ahora podría tener la libertad tan siquiera de escoger un programa en el televisor.

Pasaron algunos años, y algunas más, pero nada memorable. Hasta Sandra.

Con Sandra las cosas fueron muy diferentes, fue ella quien estando en la línea del banco me invitó a tomar un té, y después me dejó plantado. Quizá fue por orgullo que regresé al mismo banco todos los días a la misma hora durante un mes. Al mes exacto me la encontré de nuevo, me envolvió con su perfume, sus labios pintados de rojos y su minifalda. Al poco tiempo me convertí en su juguete, me traía como una pelota de un lado a otro, estaba siempre dispuesto a ella y al tiempo que quería regalarme. Hace 14 meses pregunté: “¿Qué somos?”.

Lo que pasó después, a pesar de ser durante más de un año, no lo noté. Fue como la vieja técnica del caballo de madera en Troya. Sandra llegó con una caja que dejó en un rincón del departamento, no la noté.

Después fueron las velas en el baño, bonito toque, pensé.

Y hoy, 14 meses después de mi pregunta, el caballo de Troya ha sido abierto y ha dejado a su paso cortinas, mantelitos de bambú, vasos de cristal, floreros, inciensos, portarretratos y tres diferentes vajillas que se utilizarán dependiendo el evento.

Hoy estoy secuestrado en mi propia casa, o lo que creía mi casa. No reconozco la decoración, ni el mobiliario, el frasco de café fue reemplazado por una caja de té, en el televisor siempre hay telenovelas; las harinas, la carne y las grasas son un recuerdo lejano.

Y pienso en Adriana, en todo lo que perdí por miedo a terminar así. Pienso mucho en ella y busco su imagen en el pasillo, pero ahora sólo se encuentra un clavo vacío.

domingo, 3 de abril de 2011

En serie

Soy un asesino desde que tengo uso de razón. A los cinco años me deleitaba matando moscas, sacándoles las alas primero, mientras las veía arrastrase con el líquido verdoso que les corría por sus espaldas diminutas. A los siete años asesinaba ratones, ranas y ardillas, animales pequeños e insectos grandes, lo que cayera en mis manos. Los viviseccionaba y los miraba morir desangrados. Les quitaba los pequeños órganos, los corazones aún latientes, con la precisión de un cirujano.

Ni los castigos de mi madre ni las palizas de mi padre consiguieron quitarme este vicio, pero me enseñaron a ocultarlo, a perfeccionar mi técnica y a esconder todas mis huellas.

Jamás lo he considerado un crimen. Quizás me tachen de frío, de animal... prejuicios todos hechos por una sociedad débil, sociedad en la que sólo los más fuertes deberíamos sobrevivir.

Con los años tuve que aprender a contenerme, sin embargo, no podía ocultar mi regocijo cada vez que podía ver sangre nuevamente: un gatito callejero me servía, un cachorro de perro abandonado era la víctima perfecta. Aprendí a sacar ojos en menos de un segundo, a desollejar mientras el animalejo se retorcía en mis manos, a deshuesar casi sin cortar vasos sanguíneos.

Mis intereses me llevaron por el camino obvio a estudiar medicina. Era el orgullo de mi familia. Ese chiquillo travieso y malo se había convertido en un hombre de bien, en un hombre que algún día alcanzaría el prestigio, que pondría el apellido de la familia muy alto. No tenían idea de mis verdaderas intenciones, de mi fascinación por cortar, por ver músculos, sangre, carne, grasa, por experimentar.

Por las noches me iba a la cama leyendo sobre médicos famosos con mis mismos intereses. Oh, que habría dado yo por haber vivido en la Inglaterra antigua, por haber sido yo el llamado Jack el Destripador. Soñaba con Josef Mengele y sus experimentos, me extasiaba imaginándolo en los campos de concentración con la absoluta libertad de elegir a sus víctimas, el ángel de la muerte, cómo me habría gustado estar a mí en su uniforme, en sus zapatos, sosteniendo su bisturí y sus jeringas. Jamás habría sido tan estúpido como Harold Shipman, jamás habría asesinado a alguien por que me caía mal o para quedarme con sus pertenencias... lo mío venía más por el lado de la curiosidad, una curiosidad que nunca se satisfacía, que a más sangre se volvía aún más sedienta.

Pensé que en la universidad, una vez teniendo acceso a cadáveres, me iba a sentir satisfecho. Pero no. Lo mío era algo más. Descubrí que mi placer estaba en explorar a la víctima viva, tal como las moscas, ratones y gatos callejeros. No sentía interés en diseccionar cuerpos inertes que no oponían ninguna resistencia, que al cortar no sentía ningún tipo de calidez en mis manos, que al descuerar no sentía su mirada de terror clavándose en mi sonrisa.

Continué con perros, gatos y lo que cayera en mis manos, sin embargo... sin embargo algo me faltaba... después de cada pequeña víctima sentía un vacío que no podía explicar, un anhelo que no conseguía sastisfacer.

Fue entonces cuando empecé a pensar en víctimas humanas.

Asesinar a un humano... ¿sería capaz de hacerlo? ¿Me fallaría el pulso en el último instante? ¿Me arrepentiría?

Estuve dándole vueltas al asunto por muchos meses. Meses en los que no toqué un sólo animal. Temblaba de sólo pensar en mis manos en un cuerpo humano y cual drogadicto que se abstiene de su droga, sentía los escalofríos recorrerme el cuerpo.

Un humano era una cosa más seria que un perro de la calle, aunque yo, sinceramente, no veía demasiada diferencia, pero a un perro pulgoso y mugriento nadie lo echa de menos, hasta se alegran de que haya desaparecido y nadie hace preguntas, con un humano es distinto.

Finalmente me decidí y empecé a mirar quien podía ser mi primera víctima. No podía ser cualquiera. La virginidad sólo se pierde una vez. Tenía que ser alguien especial.

Luego de unas semanas me decidí por fin: Ana, una estudiante de medicina que iba en segundo año. Había hablado un par de veces con ella, nos saludábamos por los pasillos, pero nada más allá. Ana era hermosa, de piel de un tono cremoso, pelo castaño rojizo y buenas tetas. Lo único que no me gustaba de ella eran las pecas que tenía por toda la nariz y las mejillas. Fueron las pecas las que me decidieron a escogerla.

Miré sus horarios y la seguí varias veces a su casa sin que ella se diera cuenta. Vivía no lejos de la universidad, en una casita esquina en un barrio de clase media con un patio de muro bajo que no me costaría nada escalar. No sabía si vivía sola, así que me fui a espiar en horas que robaba a mis clases de estudiante de último año a ver si alguien más vivía ahí, pero nunca vi a nadie más.

Tres semanas más tarde, un día miércoles por la noche, dí el golpe.

Como sospechaba, no me costó nada entrar a su casa. Llevaba un gorro de goma atado con cinta adhesiva al casco para no dejar pelos que me acusaran, así como tela adhesiva sobre las cejas. Me había depilado el cuerpo completamente. Encima de la cara me puse una máscara una vez había entrado en la casa. El corazón me latía a mil por hora.

No me costó entrar al living. Era una sala pequeña del tipo living-comedor y cocina, todo en un ambiente. Sobre la mesa de centro habían tres velas que despedían olor a vainilla. Sobre un mueble lleno de vasos y copas, una fotografía de Ana y una pequeña niña muy parecida a ella. En ese momento pensé que era su hermana. Me dirigí a la cocina y busqué en los cajones. Había pensado en llevarme mis instrumentos de cirugía pero entonces pensé en el típico y definido corte que deja un bisturí y pensé que iba a ser mejor usar lo que Ana tuviera a mano, además de añadirle emoción, haría parecer todo un crimen normal y las sospechas jamás se dirigirían a nadie de la facultad.

En la cocina ví una caja con juguetes. Mierda. ¿Vivía la niña ahí o eran para cuando fuera de visita? Revisé los juguetes sin hacer ruido: una muñeca con un solo ojo, un tren de piezas de duplo en rojo, azul, verde y amarillo, unas tacitas plásticas de color rosado con flores amarillas... había también una pelota pequeña de tela que tomé. Podía servirme si todo salía según mis planes.

En uno de los cajones encontré cuchillos. Escogí uno mediano de buen filo. Sobre el mesón había un martillo y algunos clavos. Pensé en usar el martillo, pero luego pensé en la sangre salpicando mi ropa, así que lo dejé, pero tomé un clavo puntudo y me lo metí al bolsillo. Sobre el mesón había también una caja de té abierta y una caja de leche vacía. Me quedé en silencio escuchando. Si el té era reciente, quizás Ana estaría despierta, pero no veía tazas alrededor. Con pasos sigilosos me dirigí al interior de la casa.

Encontré un dormitorio vacío con una cama pequeña y rosada y muñecas sobre el cobertor infantil. Una foto de la misma niña sentada en un caballo de madera, sonriente y despeinada, coronaba la cabecera de la cama.

Al fondo del pasillo, vi una puerta y una luz azul filtrándose por debajo. Me acerqué con cuidado. Miré mi reloj. Eran pasadas las cuatro de la mañana. El pulso me latía con fuerza en el cuello. Apreté en mis manos el cuchillo. Me sentía poderoso. Me sentía invencible.

Abrí la puerta despacio, sólo lo suficiente para mirar por una ranura. El televisor estaba encendido y en silencio, con un programa de trasnoche. Ana dormía en su cama, de lado, se había destapado una pierna. Usaba una camisa de dormir de color claro. A través de la tela delgada se le notaban los pezones erectos. Recordé que también la había escogido por sus buenas tetas.

A los pies de la cama estaba su ropa. Un pantalón de mezclilla, una camiseta y un sweater. En la cintura de los pantalones había una correa de cuero, que saqué. Con el cuchillo bien afirmado me acerqué a Ana. La miré un buen rato. Olí su perfume. Miré su pelo suelto por la cama. Volví a mirarle las tetas. Por un momento pensé en darme la vuelta e irme pero entonces Ana se movió y como un resorte, impulsado quizás por el miedo, salté sobre ella y le tapé la boca. Ana abrió los ojos y me miró con terror. Creo que no me reconoció. Empezó a gemir y a mover la cabeza en sentido negativo. "Shhh" fue lo único que le dije. Busqué en mi bolsillo y encontré la pelota de tela. Le presioné el cuchillo en el cuello y le hice gestos de que abriera la boca. Lo hizo sin chistar. Le metí la pelota lo más que puse. Le provocó arcadas pero luego de unas cuantas, se quedó quieta.

La cama de Ana era de esos catres antiguos con cabecera de bronce. Amarré sus dos manos con la correa, muy firme, y la até a la cama. Con una bufanda le até el pie izquierdo y con un pañuelo el pie derecho. Ana era mía. Sentía la sangre burbujear en las venas de placer, puro placer.

Le subí la camisola a Ana, exponiendo su sexo velludo. Le pasé mi mano enguantada por el clítoris. Me habría gustado arrancárselo de raíz a ver cuál era su reacción, pero me contuve. Quería disfrutar el momento lo más posible.

Tomé el cuchillo y le rajé la camisola por el medio. Ah, sus exquisitas tetas. Pensé en cortarle los pezones por el borde de color oscuro, extraerle el tejido mamario. Ana cerraba los ojos y se retorcía e intentaba gimotear más fuerte. Sus sonidos resonaban en mis oídos y me dí cuenta de que no podía hacerle todo lo que habría querido sin ser descubierto. Decidí cortarle la yugular, un corte limpio y fino que la fuera desangrando de a poco, mientras yo continuaba mi trabajo.

Esa noche, oh, esa noche fue del éxtasis más puro, del orgasmo más intenso. Una vez debilitada, Ana no opuso resistencia y no tuve problemas en practicarle las mil cosas que tanto tiempo llevaba soñando. Cuando dejé la casa, dos horas más tarde, ya no latía el pulso en su muñeca ni fui capaz de encontrar los latidos de su corazón.

En mi casa me bañé y lavé mi ropa y me acosté. Pensé que no iba a poder dormir de excitación, pero apenas puse la cabeza en la almohada, dormí casi 48 horas.

Hoy domingo me llamó un compañero de universidad. Le dije que había estado un poco agripado, por eso no había ido a clases, pero que mañana sin falta iría. Me contó de Ana, de que el viernes alguien la encontró porque le correspondía quedarse con su hija ese fin de semana y dió el aviso a la policía y a la universidad. Me contó de los horrores que le habían hecho mientras yo escuchaba en silencio, con una sonrisa en mis labios. "No te preocupes de decir nada" me dijo mi compañero, "yo también quedé en shock".

Pensé que asesinar a Ana iba a dejarme más tranquilo, iba a calmar este hervor que siento por dentro, pero me doy cuenta de que no, de que esto recién empieza, de que siento más sed que nunca. Me doy cuenta de que nací y siempre seré un asesino, un asesino en serie, y no hay nada que me cause más placer que el dolor de mis víctimas mientras mi cuchillo las secciona.

Espero con ansias ir a clases mañana, oír los detalles macabros y ver si alguien tiene idea de qué fue todo lo que el asesino le hizo a Ana. Me pregunto si alguien sabe que antes de que se desangrara completamente, le quité todas y cada una de sus pecas con la punta del clavo.

viernes, 1 de abril de 2011

El secreto

Estaba sentada sola en el tren mientras pensaba la vida que había dejado tras de sí. Revolvía su té distraídamente, enfriándolo, sin tomar, sin dejar de revolver. Su mano estaba desconectada de su mente, su mente desconectada de su cuerpo.

Sabía que le tomaría tiempo olvidar su rostro, su sonrisa, sus caricias, su perfume. Pero también sabía que la separación era el único camino. Aquella fotografía que había encontrado, accidentalmente, en su portafolio la había inquietado. Sólo ahí vino a conocer a su hermana gemela, desaparecida hacía tiempo. Y nunca más él le volvió a mencionar el tema. Y ella nunca más volvió a ver la foto.

Ella sabía que había muchos detalles que simplemente estaban fuera de lugar, por ejemplo, las velas que encontró escondidas entre sus cajas de zapatos un día cuando le dio por hacer una limpieza profunda. Supuso que planeaba una noche romántica, pero como dicha noche no llegaba, se empezó a preguntar si no la planearía para otra más.

Sin embargo sus sospechas eran infundadas, simplemente él nunca le dio motivos para sospechar que en su vida había otra. Su trabajo lo consumía por completo. Y los fines de semana, muchas veces tenía que dejarla para ir a la oficina. Claro, ella no era tonta, y algunas veces lo seguía sin que él se diera cuenta. Efectivamente, se dirigía a su oficina, al igual que sus otros compañeros. Y allí se quedaban, hasta tarde. Ella sólo veía entrar y salir a las personas de seguridad y a las personas del aseo. También salían grupos de ejecutivas que al parecer iban a almorzar y luego volvían, pero nunca salía su marido. No había ningún indicio que él tuviera a otra.

Fue por culpa de un clavo que toda la verdad salió a la luz. Una noche tarde, mientras esperaba que su esposo saliera de una de sus interminables reuniones nocturnas, ella decidió entretenerse y hacer arreglos caseros. Decidió colgar un cuadro que pensó se vería bonito en el corredor, pero el martillo parecía no querer obedecerle y golpeó la pared. El clavo saltó, rodó y se cayó por una rendija del suelo de madera. Ella alcanzó a verla y procedió a tratar de abrirla. Se sorprendió que levantara fácilmente y la sorprendió aún más lo que vio. Envueltos en una manta, una serie de DVD’s con carátula blanca. La curiosidad fue bastante, razón por la cual se dirigió a la sala, abrió el mueble que guardaba el gran teatro en casa, con su televisor de alta definición e insertó el primer DVD.

En un primer plano aparecía una oficina. La silla de cuero, el escritorio y alguien rubio amarrado dando la espalda a la cámara. Una mujer entra en escena, sosteniendo una correa y diciendo palabras sugestivas. Está vestida de ejecutiva y camina un poco torpe con tacones altos. Ella pausa el video y piensa de quién podrá ser. Además, parece que antes hubiera visto a esa mujer. Continúa la reproducción del video.

La mujer empieza a quitarse la ropa, y revela una masculinidad escondida y pronta a jugar. Ella se sorprende. ¿qué hace esto en mi casa? ¿quién trajo esto a mi casa?.
El video continúa, otras mujeres entran en escena, Mujeres que poco a poco revelan su masculinidad. A ella se le hacen conocidas, pero no logra identificar. No logra entender.

La estocada final llega cuando revelan la persona misteriosa escondida tras la silla. Una mujer rubia, de mirada clara. La mujer de la foto. La hermana de su esposo. ¡No está muerta! Pausa el video, se acerca al televisor, trata de recordar. Ahí están, cabello rubio, ojos grandes. Con más curiosidad continúa reproduciendo el video.

Los otros hombres disfrazados de mujeres hacen una danza ritual alrededor de la mujer atada a la silla. Poco a poco la desviste y revelan otra masculinidad escondida. Ella salta de la silla. No lo puede creer. ¿Qué está pasando?

De repente, la realidad la golpea como un rayo. Reconoce al grupo de mujeres. Son las ejecutivas que salían de la oficina de su esposo. Obviamente un poco más alocadas, pero definitivamente eran ellas. Pero si eran hombres… eso quería decir que las llegadas tarde, los trabajos de fin de semana, las reuniones con los colegas… ¡no podía ser! Era su imaginación.

Decidió ir a enfrentar a su esposo. ¡No podía ser! Entró a su oficina sin avisar y lo que vio confirmó todo lo que había estado pensando. En la mitad de la oficina se encontraba la mujer rubia, llevaba un vestido traslúcido que dejaba ver toda su masculinidad. Abrió los ojos como platos y trató de musitar palabra, pero estaba petrificado. Ella sólo pudo dar la vuelta e irse de allí.

Tomó el tren que la llevara lo más lejos posible de él. Sentada en su cabina, revolvía el te distraídamente y no pudo evitar dejar aflorar las lágrimas cuando sus ojos se posaron en la pelota y el caballito de madera. Los primeros regalos que compró cuando, horas antes, se enteró de la buena noticia. Aún no sabía el sexo del bebe, pero supuso que no sería problema. Son juguetes que sirven a cualquier niño. Lo más emocionante iba a ser ver la cara del orgulloso papá cuando ella le contara.